martes, 7 de julio de 2009

A Baracoa me voy

A ratos, en los desplazamientos que hago en autobús hasta el trabajo y por las noches, durante unos minutos antes de dormir para entrar en el sueño con la mente aliviada de preocupaciones, he leído ‘Paisaje con río y Baracoa de fondo’, novela de Luis Leante. Era uno de los pocos libros del profesor de latín de un instituto de Alicante cuya lectura tengo pendiente. Afortunadamente, en una época en la que tengo más tiempo ‘in itínere’ que dedicar a la literatura que en casa, la graciosa narración de Robertico de su infancia y adolescencia en Cuba, en una aldea próxima a Baracoa, y la pintoresca galería de personajes que despliega han sido una inmejorable distracción en los trayectos de ida y vuelta en el transporte público, donde aislarse en un relato con ecos de realismo mágico ayuda a olvidar la gris duración del viaje. Éste es uno de los títulos de Leante con ironía más pronunciada. Tiene momentos en los que te lleva a soltar la más limpia y libre carcajada. En concreto, recuerdo el momento en que el pescador Homero, después de que a su barca se le prenda fuego inexplicablemente una tarde en la que llovió de forma torrencial, se remonta hacia atrás a vidas anteriores y comienza a declamar en la lengua de la ‘Ilíada’ los versos más famosos del gran bardo griego, para pasmo y chanza de los habitantes de Baracoa. También, me viene a la memoria la hilarante escena en la que El Gato, un negro gigantón que trabaja de sepulturero, lleva a Robertico a descubrir por qué el yerbero, un supuesto dandi que anda siempre detrás de todas las hembras del pueblo, no le hizo ascos a una mujer barbuda que un día llegó a ese recodo del río Miel junto a toda una farándula de cómicos llevando bajo sus faldas, en la bisectriz de los muslos, una desproporcionada sorpresa anatómica.

Pese a que la historia posterior de Robertico como pintor una vez que se marcha a París con la dulce Marilín (una de las ocho hijas de la madame conocida como Nena Chica) queda bastante desdibujada, la novela tiene grandes bazas, entre ellas su estilo, salpicado de palabras dialectales del cubano, y sus diálogos con chispa y el toque justo de ingenuidad. A fin de cuentas, el protagonista adopta el punto de vista que tenía en su niñez.

Una lectura con la que pasé un buen rato, con un cierto realismo mágico libre de la grave maestría de, por ejemplo, ‘Cien años de soledad’, de Gabriel García Márquez.

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