miércoles, 24 de enero de 2007

MÁS VALE TARDE QUE NUNCA

Sé que muchas veces es difícil leer las entradas que escribo para el blog. Quizá no tanto las últimas, que quise hacerlas lo más sencillas posible. Pero esta va a ser de esas veces en que me dejo llevar por en lenguaje, en lugar de controlarlo, para intercambiaros mi opinión sobre la película de Clint Eastwood Banderas de nuestros padres, que vimos Dardo, Santicos y yo hace esta noche dos semanas.
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Creo que Banderas... no se limita sólo a expresar la atroz realidad de las guerras, ni a ser otra reflexión sobre el destino de quienes se ven implicados en ellas. No es otra cinta antibélica al uso: el drama de una experiencia tan traumática, patatín y patatán. Todavía es necesario que veamos su narración hermana, rodada a continuación, Cartas desde Iwo Jima, donde se cuenta el punto de vista del bando japonés acerca de lo ocurrido en ese episodio de la Segunda Guerra Mundial y en la que se cerraría el círculo de pensamiento que Eastwood ha plasmado por medio de ambas en la historia del cine. Pero ya podemos decir que con Banderas... su director nos ha trasladado un sólido interrogante sobre por qué los hombres necesitan forjarse mitos, aunque sea con materiales de espejismo. Pues la idea de esta película reside en que el heroísmo es un malentendido de gran envergadura, una inmensa y voluntaria confusión, que atrapa de forma colectiva tanto a los protagonistas (que son algo reticentes a verse involucrados en él) como a los espectadores (quienes permanecieron en Estados Unidos al margen de la guerra), cegados por un flash instantáneo. Un flash que tarda menos de un segundo en apagarse, pero que permanece en la mente de sociedades enteras, seducidas por un invento del azar y la propaganda: una fotografía nacida como al desliz, cuyo eco se deformó al ser publicada en todos los periódicos norteamericanos.
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La historia de los marines sin rostro de esa imagen, icono de la guerra moderna, se enlaza con la propia historia de dicha foto. El significado de destino que adquirió no fue el mismo que tuvo en su origen. La verdad sobre cómo fue tomada deja en mantillas la trascendencia que se le imprimió de forma interesada. Pues la conocida imagen de los soldados de Estados Unidos que levantan una bandera de su país durante la batalla de Iwo Jima no fue más que una fortuita y afortunada composición. La prensa y la Administración de la futura superpotencia le otorgaron un trasfondo de esfuerzo y victoria, un halo de romanticismo guerrero, publicitando una suerte de ardor combativo con el objeto de recaudar dinero vendiendo bonos de guerra. Ahí es donde Eastwood profundiza en las luces y sombras de lo que anida en el alma humana. Porque en aquella contienda de 1939 a 1945 se batallaba por la libertad frente a la tiranía, y la intervención de Estados Unidos fue decisiva en que Occidente preservase esa primera. Sin embargo, cuando en la película se narra las vicisitudes de la campaña acaparadora de recursos económicos que utiliza a los protagonistas de la fotografía de Iwo Jima, cuando se les traslada de un campo de batalla a un circo mediático, cuando se los inviste de héroes por metamorfosis psicológica de la propia sociedad, nos percatamos de que esos hombres continúan siendo instrumentos de sus dirigentes: primero, al ser enviados para luchar, vencer o morir; luego, al convertirse en parte de un espectáculo bufo que encandila a las masas y permite sacarles dinero.
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Con todo eso, la película consigue transmitirnos la sensación que debieron sentir esos soldados extraídos fuera de su ámbito y del destino en el que seguían sus compañeros de armas. La sensación envolvente de equivocación, de que lo que les estaba ocurriendo no era propio de realidades sensatas. Que un estadio de rugby o una sala de celebraciones en Washington no eran el lugar donde debían estar; ni escalar una montaña de cartón piedra para alzar un mástil frente a cientos de miles de espectadores lo que habían de estar haciendo. Que se olvidase a los muertos y ellos los sustituyesen frente a todo un país por un acto sin importancia, como cambiar una bandera por otra igual.
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Y, para terminar, una rutina repetida de manera universal, como es la ingratitud, el desamparo y la injusta dejadez de los Estados y sus ciudadanías hacia aquellos que dieron su vida, su cordura o su integridad física por defenderlos. El abandono y/o la denigración a la que quedan reducidos. El desinterés por héroes que ya no son novedosos, que ya dejaron de fascinar. Héroes cansados a fuerza de convertirse en extranjeros en todas partes, en desconocidos de sus compatriotas y en náufragos de un mundo que tanto les debe pero que siempre avanza como si nada hubiese pasado. Por esto, esta película también está hecha contra la desmemoria, y para que seamos conscientes del pasado y de la historia. Porque está en nuestras manos no repetir errores que parecen eternos.
Invenire

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